23 de octubre de 2012

Pobreza y meritocracia

La reciente polémica sobre la manipulación de los indicadores de pobreza causó un grave daño a la credibilidad del manejo de estadísticas en Chile y llevó al término de la colaboración de la Cepal en la Casen. Tras este impasse, el gobierno ha anunciado la creación de un nuevo organismo para realizar esta encuesta, que quedaría bajo el alero del INE, y la definición de una línea de pobreza más exigente que la actual. Pero este lamentable espectáculo oculta un problema mucho más grave: considerando los últimos cinco años, la tendencia de crecimiento económico es opuesta a las tasas de reducción de la pobreza y del desempleo, lo que deja en evidencia quién ha pagado los costos de la inestabilidad global. Esta paradoja es un resultado de la hegemonía del libre mercado como proveedor de derechos sociales básicos y ha generado un profundo malestar social que se expresa en la crisis institucional que atraviesa Chile. Haciendo oídos sordos a esta realidad, los defensores de la desregulación económica siguen justificándola amparándose en el valor que una mayoría de los chilenos da al esfuerzo personal. Este argumento es engañoso, ya que el actual modelo neoliberal no es consecuente con el ideal valórico imperante en Chile. Y en el inicio de un proceso de reformulación metodológica para medir la pobreza, es fundamental aclarar si los indicadores que se propondrán son adecuados para medir el cumplimiento de las aspiraciones mayoritarias de la ciudadanía.

Un ideal valórico, entendido como un conjunto coherente de valores compartido por una gran mayoría de compatriotas, es identificable en el debate y opinión públicos. Encuestas recientes como la CEP o la Bicentenario, muestran que la sociedad chilena cree en la meritocracia y rechaza la desigualdad social. Son dos contrapartes de una concepción de lo justo estrechamente asociada a la igualdad de oportunidades, algo que el actual modelo económico de Chile no permite. Para que así fuera se necesitaría al menos: una provisión igualitaria de derechos sociales básicos como educación, salud, cultura, entre otros; y un sistema laboral justo, que permita la movilidad social y donde los trabajadores tengan poder efectivo. El capitalismo desregulado no es compatible con los valores meritocráticos, porque impide el ejercicio de la libertad de quienes compiten en desventaja. Si en Chile una amplia mayoría cree en el valor del esfuerzo individual, deberíamos ser capaces de crear las condiciones que permitan la movilidad social, igualando efectivamente las oportunidades. En suma, la realización del ideal valórico democrático necesita una reinvención del modelo económico.

En democracia, la realización de estos valores debiera ser un imperativo para quienes asumen un compromiso político y la elección de indicadores que orienten esta acción no es un asunto banal. Establecer la línea de pobreza en referencia a una canasta básica, sea de alimentos o incluyendo otros bienes, tiene un trasfondo ideológico profundo. Concebir la injusticia social solo en términos de subsistencia es ignorar que, sin la adecuada disponibilidad de capacidades y medios que permitan aprovechar las oportunidades, la libertad de elección y progreso individual no es efectiva. En la práctica se sostiene lo siguiente: Nadie debe morir de hambre o frío, pero no me incumbe si las oportunidades son acaparadas por una elite.

Una alternativa a dicha medición en términos absolutos es fijar una línea de pobreza relativa al ingreso promedio o al mediano. Esta opción es más adecuada para sociedades donde las desventajas no están determinadas por la subsistencia, sino por la diferencia de oportunidades educativas, laborales y culturales. Si definiéramos ser pobre como disponer de menos de la mitad del ingreso per cápita promedio, el 2009 en Chile habríamos considerado a más del doble de familias como pobres (34%) y la tendencia de incremento en cinco años seria aun más fuerte. Este tipo de indicador es más compatible con una sociedad que promueve seriamente un objetivo de igualdad y donde nadie se queda atrás, ya que exige una distribución equitativa del crecimiento económico.

Elegir entre ambos tipos de indicador no es un asunto técnico, sino político. En democracia, las decisiones de esta índole deberían acatar los valores compartidos por la mayoría de la población. La medición de la pobreza en términos relativos nos permitiría evaluarla de manera mucho más consecuente con un ideal igualitario y meritocrático. Y la representación adecuada de esta aspiración colectiva es un paso importante hacia su realización.