La reciente polémica sobre la manipulación de los
indicadores de pobreza causó un grave daño a la credibilidad del manejo de
estadísticas en Chile y llevó al término de la colaboración de la Cepal en la Casen.
Tras este impasse, el gobierno ha anunciado la creación de un nuevo
organismo para realizar esta encuesta, que quedaría bajo el alero del INE,
y la definición de una línea de pobreza más exigente que la actual. Pero este
lamentable espectáculo oculta un problema mucho más grave: considerando los
últimos cinco años, la tendencia de crecimiento económico es opuesta a las
tasas de reducción de la pobreza y del desempleo, lo que deja en evidencia
quién ha pagado los costos de la inestabilidad global. Esta paradoja es un
resultado de la hegemonía del libre mercado como proveedor de derechos sociales
básicos y ha generado un profundo malestar social que se expresa en la crisis
institucional que atraviesa Chile. Haciendo oídos sordos a esta realidad, los
defensores de la desregulación económica siguen justificándola amparándose en
el valor que una mayoría de los chilenos da al esfuerzo personal. Este argumento
es engañoso, ya que el actual modelo neoliberal no es consecuente con el ideal
valórico imperante en Chile. Y en el inicio de un proceso de reformulación
metodológica para medir la pobreza, es fundamental aclarar si los indicadores
que se propondrán son adecuados para medir el cumplimiento de las aspiraciones
mayoritarias de la ciudadanía.
Un ideal valórico, entendido como un conjunto coherente
de valores compartido por una gran mayoría de compatriotas, es identificable en
el debate y opinión públicos. Encuestas recientes como la CEP
o la Bicentenario,
muestran que la sociedad chilena cree en la meritocracia y rechaza la
desigualdad social. Son dos contrapartes de una concepción de lo justo
estrechamente asociada a la igualdad de oportunidades, algo que el actual modelo
económico de Chile no permite. Para que así fuera se necesitaría al menos: una
provisión igualitaria de derechos sociales básicos como educación, salud,
cultura, entre otros; y un sistema laboral justo, que permita la movilidad
social y donde los trabajadores tengan poder efectivo. El capitalismo desregulado
no es compatible con los valores meritocráticos, porque impide el ejercicio de
la libertad de quienes compiten en desventaja. Si en Chile una amplia mayoría
cree en el valor del esfuerzo individual, deberíamos ser capaces de crear las
condiciones que permitan la movilidad social, igualando efectivamente las
oportunidades. En suma, la realización del ideal valórico democrático necesita
una reinvención del modelo económico.
En democracia, la realización de estos valores debiera
ser un imperativo para quienes asumen un compromiso político y la elección de indicadores que orienten esta acción no
es un asunto banal. Establecer la línea de
pobreza en referencia a una canasta básica, sea de alimentos o incluyendo otros
bienes, tiene un trasfondo ideológico profundo. Concebir la injusticia social solo
en términos de subsistencia es ignorar que, sin la adecuada disponibilidad de
capacidades y medios que permitan aprovechar las oportunidades, la libertad de
elección y progreso individual no es efectiva. En la práctica se sostiene lo
siguiente: Nadie debe morir de hambre o frío, pero no me incumbe si las
oportunidades son acaparadas por una elite.
Una alternativa a dicha medición en términos
absolutos es fijar una línea de pobreza relativa al ingreso promedio o al
mediano. Esta opción es más adecuada para sociedades donde las desventajas no están
determinadas por la subsistencia, sino por la diferencia de oportunidades
educativas, laborales y culturales. Si definiéramos ser pobre como disponer de
menos de la mitad del ingreso per cápita promedio, el 2009 en Chile habríamos
considerado a más del doble de familias como pobres (34%) y la tendencia de
incremento en cinco años seria aun más fuerte. Este tipo de indicador es más
compatible con una
sociedad que promueve seriamente un objetivo de igualdad y donde nadie se
queda atrás, ya que exige una distribución equitativa del crecimiento económico.
Elegir entre ambos tipos de indicador no es un
asunto técnico, sino político. En democracia, las decisiones de esta índole deberían
acatar los valores compartidos por la mayoría de la población. La medición de
la pobreza en términos relativos nos permitiría evaluarla de manera mucho más consecuente
con un ideal igualitario y meritocrático. Y la representación adecuada de esta
aspiración colectiva es un paso importante hacia su realización.