Una cosa es la renovación de dirigentes, otra la renovación de la organización del partido y otra muy distinta, la renovación de la izquierda. Estas tres dimensiones se confunden hoy en el debate, instalando la idea que el recambio de dirigentes en el socialismo democrático -hoy llamado progresismo- implica por añadidura los otros dos cambios, llevándonos a falsas expectativas de las “transformaciones posibles”.
Primero, el recambio de dirigentes es un fenómeno casi natural cuando no hay quiebres. Dirigentes que han sido formados y beneficiados por una cierta cultura partidaria y lógica de distribución del poder, tienden a asegurar la continuidad de un sistema que perpetúa su hegemonía, como lo indicara Michels en su estudio ya clásico de las oligarquías partidarias. El promedio de edad de los altos cargos en el Ejecutivo durante la Concertación bordeaba los 45 años. Gente relativamente joven se podría pensar, pero esta condición depende de qué espacio se ocupe en la estructura de poder y a qué cultura se pertenezca, a la de los veteranos “dominantes” o de los jóvenes “dominados”, oportunistamente díscolos y contestatarios. Cuando se pertenece al grupo político dominante, ser joven tiene poco valor en sí.
Segundo, los estudios organizacionales de los partidos políticos han mostrado que las democracias occidentales se orientan cada vez más hacia la profesionalización de la política, la simbiosis del partido con el Estado, la disminución de la militancia y la conformación de partidos de funcionarios públicos en la órbita socialdemócrata, como ilustra a grandes rasgos el modelo teórico de “partido cartel” (Katz y Mair). Es lo que han producido los “aggiornamentos” en el PSOE español, el PS francés, el SPD alemán y el Partido Laborista Británico, entre otros. Partidos que reflejan la “crisis de representación de la socialdemocracia” convirtiéndose en partidos de centro en sus respectivos sistemas. Pero ello no significa que sean partidos débiles, por el contrario, como demostrara Susan Scarrow, partidos con menos militantes, más mediatizados y profesionalizados son más eficientes en mantenerse en el poder. Sin embargo, son incapaces de convocar al mundo social y mejorar la mala imagen de la política en los electores, transformándose en el mal menor para el votante progresista relativamente informado.
Tercero, lo que se conoce en Chile como la “renovación del socialismo” es un fenómeno que implicó un cambio profundo en la ideología, las estrategias y la cultura partidaria. Esta renovación fue conducida por un debate intelectual importante y un diálogo entre actores políticos nacionales e internacionales que dio frutos positivos. Esta fue una renovación abierta y declarada que no ha tenido parangón reciente. Sin embargo la “post renovación” del socialismo, más solapada y realizada en las cámaras del poder, trajo consigo la pérdida de la identidad de los partidos de izquierda transformándolos en el centro político, negociadores del neoliberalismo “humanizado”.
La trampa de la renovación es que si seguimos pensando que renovar la política es cambiar a los dirigentes, se perderá la oportunidad de replantear y corregir la ruta de la izquierda. Despojados de esta ilusión, podemos avanzar en exigir a quienes asuman el relevo, convocar a una nueva reflexión sobre el proyecto del socialismo democrático, en un diálogo amplio con intelectuales, artistas, dirigentes sociales, poblacionales, profesionales y sindicalistas. Así como se supo desechar lo nocivo del “viejo socialismo” y establecer nuevas alianzas, para recuperar lo perdido, hoy se debe desechar lo neoliberal del legado de la Concertación aunque “les duela en la historia” a los próceres sagrados.
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